Juan Gabriel Vásquez, Premio Alfaguara, crea en LOS NOMBRES DE FELIZA una ficción con base real sobre una artista excepcional que supo enfrentarse a todas las convenciones de su mundo

Editorial Alfaguara. 288 páginas Tapa blanda con solapas: 19,90 Electrónico:m 9,99€ El 8 de enero de 1982, la escultora colombiana Feliza Bursztyn murió en un restaurante de París. Tenía cuarenta y ocho años, y hacía 166 días que se había visto obligada a abandonar Bogotá para exiliarse en la capital francesa, pasando antes por México. En el momento de su muerte repentina la acompañaban su marido, Pablo Leyva, y cua­tro amigos. Uno de ellos, el escritor Gabriel García Márquez, publicó doce días después un artículo en El País que incluía tres palabras en apariencia simples, pero misteriosas en el fondo: «Murió de tristeza». Son esas palabras las que, en 1996, llaman la atención de Juan Gabriel Vásquez, que se pregun­ta qué provocó una tristeza tan grande que aca­bara causando la muerte a Feliza. Un interrogante que lo lleva a investigar, durante años, la vida de una artista que desafía las normas y mandatos de su época con sus esculturas de materiales no convencionales y una búsqueda constante de la libertad. Hija de un matrimonio de judíos polacos expatriados en Colombia, iba a llamarse Feigele —pajarito en yiddish—, pero sus padres, finalmen­te, escogieron Felicia para evitar que tuviera que deletrear su nombre cada vez que se presentara. Los cambios de grafía y las erratas, sin embargo, acompañan desde muy temprano a una joven de origen burgués que, en la adolescencia, fue en­viada a Nueva York para terminar sus estudios y escapar del clima tenso que se vive en las calles de Bogotá a finales de los años cuarenta. Vuelve a su país algunos años más tarde, con tres hijas pe­queñas y un marido norteamericano que aspira a tener a su lado a una esposa discreta y hogareña, más parecida a la jovencita despistada que cono­ce en Nueva York que a la mujer en la que se trans­forma Feliza cuando empieza a frecuentar los cir­cuitos artísticos bogotanos, que le hacen desear dos cosas: pintar y tener una vida además de la familiar. El matrimonio, que en su inocencia de joven rebelde, Feliza había imaginado como una vía hacia la libertad adulta, se revela jaula y tiene un violento desenlace cuando ella se enamora del poeta Jorge Gaitán Durán y deja a su marido. En un gesto de venganza, él se lleva a sus hijas a Es­tados Unidos, y estalla un escándalo que provoca un cisma en la familia Bursztyn: es declarada «ofi­cialmente» muerta en un funeral simbólico orga­nizado por su padre, pero esta ceremonia lo que provoca es, en realidad, un renacimiento de Feliza en París, donde se instala junto a su amante, estu­dia arte con Ossip Zadkine y comienza a explorar las posibilidades escultóricas de los metales y de la chatarra, utilizando técnicas y materiales poco frecuentes para las artistas. Sus hijas están lejos, en Cuba la revolución triunfa, las polémicas ten­san posiciones entre los intelectuales colombia­nos, y como dice Jorge, el mundo hiere, pero ella no puede sentirse más feliz siendo dueña, por fin, de su vida. Y la felicidad dura hasta que, con pocos días de diferencia, su padre y Jorge mueren; su fa­milia, o lo que queda de ella, se disgrega una vez más; y ante una existencia sin ataduras, construir una casa taller en el antiguo garaje de su padre se vuelve una forma de arraigo. De regreso en Colombia, Feliza empieza a ex­poner su obra, a despertar el entusiasmo de algu­nos críticos y los duros comentarios de los más conservadores, y a desconcertar con su sarcasmo, sus respuestas crípticas a los periodistas que van a entrevistarla y sus poderosas carcajadas. Son años de creación, de grandes amistades, de via­jes y de debates políticos en torno a la revolución cubana, la guerrilla y la legitimidad de la lucha armada. También es el momento en que Feliza encuentra también un nuevo amor, Pablo Leyva, mientras el país enlaza un conflicto tras otro, la violencia siempre en aumento, hasta que, bajo el gobierno de Julio César Turbay, las calles se mili­tarizan y a muchos intelectuales no les queda otro camino que tomar la vía del exilio. En julio de 1981, un grupo de militares allana la casa de Feliza y Pa­blo, se llevan algunas fotos traídas de Cuba y una vieja pistola inutilizada, y detienen a la artista, que una vez liberada recibe una orden judicial por te­nencia ilegal de armas. Lo que sigue es el exilio y, tan solo unos meses después, la muerte en París una noche de enero en la que se esperan nevadas. Cuatro décadas más tarde, en una habitación pequeña de París, Juan Gabriel Vásquez da vuel­tas alrededor de Feliza, o su fantasma, y del trági­co día de su muerte, intentando descifrar el senti­do de las palabras escritas por García Márquez y, en el proceso, reconstruir la biografía de la artista apoyándose en documentos, testimonios de ami­gos y conocidos, y sus largas conversaciones con Pablo Leyva. De esta investigación, donde realidad y ficción se funden, surge el retrato de una mujer extraordinaria y de una vida que, inevitablemente, se ve arrollada por las fuerzas de la historia. CLAVES DEL LIBRO Desde el día en que leyó el nombre de Feliza Bursztyn en un artículo escrito por Gabriel Gar­cía Márquez, la historia de esta artista comenzó a perseguir a Juan Gabriel Vásquez, primero como una pregunta abierta, y con el correr del tiempo, como la posibilidad de escribir sobre ella. A lo lar­go de muchos años, se dedicó a reunir documen­tos y entrevistarse con las personas que estuvie­ron cerca de ella, pero a medida que se sumergía en la investigación los interrogantes empezaron a sucederse, y entender la muerte de Feliza, y tam­bién su vida, se convirtió en una tarea difícil. Vein­tiocho años después de aquel día en que lee esa frase que capta su atención, el autor colombiano, una de las grandes voces en lengua castellana, termina de escribir en París una novela con base real que, en la estela de obras como Volver la vista atrás y La forma de las ruinas, desdibuja los lími­tes entre lo factual y lo imaginado para contar una vida excepcional. Tras la muerte prematura de Feliza, su ma­dre escribe una breve biografía acerca de ella en la que la define como un libro abierto: nada más alejado de la percepción de Vásquez, que ve en la artista a un personaje complejo que la prosa no consigue capturar, o al menos, no al completo. A través del ejercicio de memoria que emprende Pablo Leyva durante los encuentros con él, el au­tor reconstruye el último día de Feliza, una gélida jornada de enero que, vista en perspectiva, parece estar salpicada de pistas que anuncian el inmi­nente desenlace de una vida empujada al aisla­miento, a la precariedad y a la tristeza cuando el exilio se impone como la única salida. Acostum­brada a rodearse de amigos y, en palabras de su marido, a enamorarse de la gente, Feliza se ve condenada al ostracismo —«Es como si yo fuera una apestada», dice cuando la situación política provoca que casi nadie esté dispuesto a ayudar­la o reunirse con ella—, y lejos de su hogar, cada posesión, foto u objeto traídos desde Colombia contiene el recuerdo de una existencia pasada a la que no cree poder regresar. El exilio es un tiempo de angustia e incertidumbre, y a su vez, una for­ma desafortunada de continuar con una historia familiar hecha de éxodos, viajes transatlánticos y familias atomizadas por las circunstancias histó­ricas. Y también de casualidades, aquellas que lle­van a Feliza a preguntarse sobre las posibilidades que no se dieron: una especulación que, tarde o temprano, ronda a todos, pero que en el caso de esta mujer de origen judío cobra un sentido más concreto: el del azar vuelto línea divisoria entre la muerte más brutal y la supervivencia. Para alguien que lleva el desarraigo inscrito en su genealogía, pensarse bogotana y echar raíces en la casa taller es un modo de contrarrestar un legado de itine­rancia que, sin embargo, está destinado a conti­nuar su curso, con sus hijas viviendo en otro ho­gar y otro país, su madre y hermana emigrando a Israel, y luego a Estados Unidos, y ella, finalmente, exiliándose en París, donde la idea de no poder volver nunca a Colombia se cruza, estremecedora, como una posibilidad. Los últimos días del exilio en París, que Vás­quez recrea guiado por los recuerdos de Leyva, hablan de ese desarraigo que corre, de alguna for­ma, por la sangre de Feliza, de ese anhelo de vol­ver a una casa, o país, que ya no se sabe si existe, y de una necesidad de indagar en las raíces y en un pasado que, como una extensión de la propia biografía, se busca en el monumento a los depor­tados o en una fotografía de su abuelo que se ha quedado en Colombia. Pero esos días son el epi­sodio final de una vida atravesada, por encima de todo, por el deseo de libertad. «Lo que más me gusta en el mundo es la libertad: si mi trabajo me la quitara, buscaría la manera de hacer otra cosa», dice Feliza en una entrevista y su frase puede leer­se como la declaración de principios de una artis­ta que traza su camino tanto en el arte como en el amor, la familia y la amistad, rompiendo a su paso con las tradiciones y los roles impuestos. Mientras la izquierda latinoamericana de los años sesenta y setenta toma posiciones respecto a la revolución cubana, primero, y la lucha armada, después, hay quien define a Feliza como una rara avis dentro de la bohemia bogotana: una anarquista por natura­leza que empatiza con las causas de la izquierda pero solo puede ir por libre. Las esculturas com­puestas con desechos, las soldaduras y la explo­ración de lo cinético son una manifestación más de la búsqueda incesante de independencia de una mujer que, con una singular mezcla de osa­día, humor y curiosidad, desafía las convenciones de lo que debe ser tanto en el hogar como en el ámbito artístico. Al comienzo de su carrera, conta­ría Feliza a una periodista, la tildaron de loca, pero dándole una vuelta de tuerca al comentario des­pectivo, encontró la clave, sintetizada en una fra­se, para que la tomaran más en serio: «En un país de machistas, ¡hágase la loca!», diría, «porque a los locos no se los critica». Con ese aura de locura e insolencia, y el sarcasmo y la carcajada siem­pre a punto para desarmar a sus interlocutores, consigue la que viene a ser su mayor aspiración: apropiarse de su vida y no dejar que los demás la moldeen según sus reglas. Siguiendo el rastro de Feliza Bursztyn, Los nombres de Feliza despliega el relato de su existencia sobre el trasfondo de la historia de Colombia, y en cierta medida, de un continente, desde la época del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y el Bogotazo hasta el decreto del Estado de Seguridad, en 1981, pasando por todos aquellos episodios que dan cuenta de las revuel­tas, las crisis políticas, las utopías y los giros dra­máticos de un país adentrándose, más y más, en la violencia. A lo largo de la novela, lo personal y lo político se entrelazan continuamente, tanto en el caso de Feliza como de su familia y sus amigos, dejando entrever cómo los acontecimientos co­lectivos acaban determinando, muchas veces, los aspectos más íntimos de una biografía. Reconstrucción del último día de Feliza Bur­sztyn y, a su vez, de su breve y fascinante vida, Los nombres de Feliza es también el relato de una búsqueda: la de un escritor que, impulsado por una pregunta, se embarca en una investiga­ción para tantear respuestas en parte inaccesi­bles. Escribir sobre Feliza, entonces, es contar, al mismo tiempo, las dificultades, incertidumbres y obsesiones que supone seguir un rastro que, en ocasiones, parece evidente, y en otras, se deshace en ambigüedades, contradicciones y las versio­nes incompletas de una artista que construyó su propia leyenda. Juan Gabriel Vásquez dice, en una entrevista publicada en la revista Jot Down, que la literatura no da solamente datos e información fáctica, como la historia o la sociología, aunque, a cambio, es una fuente de conocimiento de lo humano, con sus emociones, sus demonios y sus pulsiones inconscientes. Y en esta idea de la lite­ratura está una de las claves de una novela escrita desde la certeza de que todo personaje real, a di­ferencia de aquellos que son pura invención, tiene siempre algo opaco: una porción de sí que escapa a la mirada ajena o al entendimiento. Verdades íntimas, como la tristeza de una artista exiliada, convertidas en un enigma que la literatura cuen­ta, no tanto para ofrecer una respuesta que ya se ha encontrado, sino para abrir aquellas preguntas que conjuran el olvido. Sobre el autor Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es autor de las colecciones de relatos Los amantes de To­dos los Santos y Canciones para el incendio (Pre­mio Biblioteca de Narrativa Colombiana) y de las novelas Los informantes, Historia secreta de Cos­taguana, El ruido de las cosas al caer (Premio Al­faguara, Premio Gregor von Rezzori, International IMPAC Dublin Literary Award), Las reputaciones (Premio Real Academia Española, Premio Litera­rio Arzobispo Juan de San Clemente, Prémio Casa da América Latina de Lisboa), La forma de las rui­nas (Prémio Literário Casino da Póvoa) y Volver la vista atrás (Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, Prix du Meilleur Livre Étranger, Premio de Novela Europea Casino de Santiago). Vásquez ha publicado también tres libros de ensayo, El arte de la distorsión, Viajes con un mapa en blanco y La traducción del mundo; una recopilación de sus textos periodísticos sobre política colombiana, Los desacuerdos de paz, y un libro de poemas, Cuaderno de septiembre. Ha traducido obras de Joseph Conrad y Victor Hugo, entre otros. Por el conjunto de su obra ha recibido distinciones como el Prix Roger Caillois, el Premio Metrópolis Azul, la Orden de las Artes y las Letras de la repú­blica francesa y la Orden de Isabel la Católica. En 2022 fue nombrado Escritor internacional por la Royal Society of Literature. Sus libros se publican en treinta lenguas. Es columnista del periódico El País y miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.

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